He podido jugar a siete entregas de la franquicia Final Fantasy. En todas he encontrado elementos de interés, ya sean narrativos o jugables. Es una saga que me apasiona, y no sé muy bien por qué. Sus historias son sencillas, simples incluso. Son fábulas de magia, dragones, caballeros y princesas. Historias comunes y de escenarios variados, con personajes entrañables y villanos demiurgos con ansias de dominar o destruir el mundo que recorremos. Bien contra el mal. El poder de la amistad. Y la indomable voluntad del ser humano.

Una saga que lleva perdida desde su décima entrega, indecisa por el público al que dirigirse. Pese a sus idas y venidas, nunca ha dejado de experimentar, de cambiar, de evolucionar (o involucionar). La excelencia es parte del sueño Hironobu Sakaguchi, creador y padrino de Final Fantasy desde sus inicios. Incluso en sus más imperfectas y desafortunadas cruzadas podías encontrar destellos de grandeza y creatividad.

Final Fantasy XVI estaba destinado a ser una obra maestra. Su equipo está compuesto por auténticos titanes del medio. Genios que han cosechado éxito tras éxito y han dejado su huella para siempre en los anales de la industria. Mas la auténtica fantasía final era aquella de la que despertamos al pulsar el botón de iniciar nueva partida.

Como si de tierras estigias se tratasen, los malos vicios del tiple A contemporáneo hacen mella y defenestran la belleza del título dirigido por Hiroshi Takai. Porque el espectáculo audiovisual que prometían cumple con creces. Sus cinemáticas: impávidas y descomunales, abruman, asustan y dejan la boca abierta. La orquesta de Masayoshi Soken: grandiosa, valiente y de una reverencia a la historia (musical) de Final Fantasy que emociona. Y su apartado artístico: rico, preciosista y de gran poder cinematográfico.

Pero el fruto dorado está podrido en su interior. Su combate es vacío, desprovisto de profundidad o estrategia. Un machaca-botones en el que solo existe la esquiva, el combo de cinco ataques y las habilidades de los eikon, cuyo ciclo de uso y recarga es realmente lo único que hace avanzar los encuentros.

No hay debilidades elementales, ni de estado. Tus compañeros hacen daño esporádico y anecdótico. La inclusión de un perro aliado es de simple accesorio, pues ni hace demasiado daño ni cura lo suficiente como para que le usemos antes que una poción. Los enemigos tienen sets de movimientos cíclicos y fáciles de aprender y evitar, solo con la esquiva y el contraataque, y esperar a que haya bajado lo suficiente la barra de aguante para golpearles con las habilidades de eikons más poderosas que tengamos (conforme el juego avanzan, la mayoría se vuelven redundantes al adquirir a Bahamut y a Shiva, más allá de la novedad y lo puramente visual).

Lo vacío de su combate solo se ve incrementado por lo insípido de su estructura de misiones. Más allá de las principales, que en su mayoría son disfrutables gracias a las cinemáticas de presupuesto y la variedad de enemigos (esto se desmorona al explorar un poco las misiones secundarias, plagadas de reskins y reciclaje de criaturas), encontramos el sistema de misiones secundarias menos inspirado posible. Llamarlas relleno sería ser bastante generoso, pues si bien puede usarse la excusa de que sirven como forma de desgranar la historia del mundo y el de sus gentes, poco ofrecen más allá de diálogos de plano y contraplano e inevitable combate que soluciona la problemática inicial. Es un problema de rigidez, una rigidez de la que no hace ni el intento de liberarse, pues a esto se le suma el desinterés narrativo con el que se te presentan (y lo chocante y decepcionante que supone hacer de recadero durante casi cuarenta horas de juego).

Su historia es la de un shonen que quiere ser un seinen. Evoca a una supuesta madurez a través de palabrotas, encuentros sexuales y tratamiento de acontecimientos históricos basados en la realidad como la esclavitud. Todo, claro está, como lo haría un JRPG: a pies juntillas y de forma hilarantemente superficial. Muchos personajes son dados a discursos y a palabras complicadas, pero nada de eso evita que Clive termine diciendo en su batalla final: "Mis amigos son mi poder". De un tono taciturnamente serio, con apenas momentos de levedad, en el que los personajes rían o conversen de algo más que no sea exposición o melodrama. Tiene sus momentos de empaque emocional, pero (y esto es una impresión muy subjetiva) probablemente se lo deban al músculo y partitura de Masayoshi Soken.

Entre la fatiga, el desconsuelo y la curiosidad. ¿Qué va a suponer este juego para Final Fantasy? Su éxito en ventas aún siendo exclusivo (temporal) podría avecinar entregas de similar modelo, pero me consuela saber que ni siquiera el triunfo (¿inmerecido?) llevará a la saga de mis amores al inmovilismo.

Espero.

Reviewed on Jul 16, 2023


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