Cuantísimo hay que pasarle por alto a la saga Uncharted para que te dé uno o dos momentos rescatables. Juego de acción y aventuras cinematográfico dónde la acción se encuentra en tiroteos que han perdido el ritmo de Uncharted 2 a costa de expandir entornos, posibilidades y hacer énfasis en el sigilo. Aunque la escasez de munición invite a ello, ya no es gratificante salir de las coberturas, pues la amplitud del escenario te expone en demasía. La otra cara de su acción queda en las fases de escalada o plataformeo, en las que ni siquiera su afán porque toda estructura se venga abajo sirven para dotar de interés a sus mecánicas.

¡AVENTURA! Grita Uncharted mientras su discurrir se basa en resolver ejercicios facilongos recubiertos por el barniz de ocultas culturas milenarias. Supongo que el jefe de obra de estos imperios secretos sería un Diseñador de Niveles ™. Se comenta poco lo aburrido que es para su pretendido tono ligero.

Con cada entrega, Uncharted ha entregado un poquito más para parecer una película. Pero cuánto más imita, más fallido se siente. Intentar coreografiar cada acción del jugador al compás de lo que sucede en pantalla suele quedar en bochorno, y la cosa no mejora durante las escenas en las que el jugador no tiene el control. Ponerse delante de cualquier juego de la saga y pretender que asistimos al cine supone apagar por completo la suspensión de la incredulidad. Concesiones y más concesiones.

Al menos The Lost Legacy se deja de introspecciones hipócritas como las de la cuarta entrega y deja en primer plano la relación entre las protagonistas sin mucho adorno. Solo dinámicas surgiendo entre dos personas condenadas a entenderse. Esto y cómo se va fructificando en pequeños detallitos del gameplay es lo mejor que tiene que ofrecer el juego, pero es la aguja en el pajar.

Sobre el limbo entre la vida estudiantil y la vida adulta. La fruta se pudre, a las paredes les sale moho y nosotros miramos impasibles incapaces de tomar el timón de nuestra propia realidad. Al menos tenemos personas con las que compartir nuestras inseguridades.

Lo amplío un poco más aquí: https://twitter.com/sanchezoide/status/1473263222560014340?s=21

En los últimos años el roguelike se ha terminado de asentar como el esqueleto de cualquier propuesta para asegurar que el juego en sí tiene un suelo sobre el que pisar. Cuando un juego centrado en sus mecánicas no sabe cómo construir una estructura jugable que lo sustente, opta por ser roguelike. Tampoco es de extrañar, pues el género no es más que tomar la idea de avance y pérdida del arcade tradicional añadiéndole aleatoriedad y (en la mayoría de ocasiones) elementos de progreso entre partidas.

Pero si esta estructura era un salvavidas para mecánicas que no sabían ser videojuegos, Hades lo convirtió en un salvoconducto para historias que no sabían cómo contarse. El juego de SuperGiant Games no inventó lo de desperdigar su narrativa en pequeñas píldoras que soltar con cada leve avance. Ni siquiera lo de dotar de carácter a todos los elementos del gameplay convirtiendo sus mecánicas en personajes con sus propios bagajes, dinámicas y relaciones con el mundo, entre ellos y contigo. Children of Morta (y algunos otros) ya había hecho algo bastante similar, pero no de forma tan radical como Hades, que lo acomoda todo a la historia y mundo que pretende crear. Estoy convencido que Hades va a suponer un antes y un después a la hora de ver propuestas inherentemente narrativas que toman forma de roguelike por inercia. Y Going Under quizás sea su primer heredero.

Es fácil definir chapuceramente el juego como un Hades que cambia el Inframundo por un conglomerado de startups y los dioses por unos cuantos gurús del emprendimiento empresarial. Como Jaqueline y sus compañeros, los que hemos sido becarios de estas startups venidas a más nos hemos preguntado más de una vez qué demonios hacemos y para qué. Como crítica al capitalismo más asquerosamente romantizado que se pueda imaginar, Going Under es divertido sin dejar de meter el dedo en la llaga a cada diálogo. Las intervenciones de muchos de sus personajes casi parecen salidas de un sketch de Pantomima Full. Por ello es difícil que el juego te caiga mal de entrada, pero creo que esto ha relajado en exceso su crítica.

El juego es roguelike porque tiene que serlo. Porque es la manera más fácil que ha encontrado de decir lo que tiene que decir y dar rienda suelta a su inventiva sarcástica. Que no es poca y da para unas cuantas sonrisas entre dientes. Pero el resto de elementos que lo componen se sienten muy poco inspirados. Chorrocientos power-ups para acabar usando 4 o 5 como máximo por run. Caóticas arenas que llevan a una notoria simplificación del gameplay. Variedad ínfima de enemigos y situaciones. La diegética de sus niveles se cae cuando agotamos las líneas de diálogo de un tendero, nos da su tarjeta de negocio y se queda callado para el resto de la eternidad. De pronto, el chiste se ha acabado y ha pasado a ser parte del atrezo.

Con Going Under percibo un artefacto en busca de una forma de expresión que se quedó con la que estaba de moda. No le culpo por querer utilizar el medio para contar lo suyo, pues la forma en que comunica es difícilmente replicable en otros sitios. Hacer que los taraos de las criptocurrencys sean esqueletos mineros que te atacan con su pico es un gag que no tendría el mismo impacto fuera del videojuego. Y así con la mayoría de bromas o críticas que Going Under pretende poner sobre la mesa. Sí lamento que no haya encontrado la forma de apilar sus ideas con algo más de coherencia mecánica. Hades podrá gustar más o menos, pero como mínimo lograba ser la suma de sus partes. A Going Under se le nota demasiado que primero fue un cúmulo de bromas y opiniones y después quiso ser videojuego.

No sé ni por qué lo sigo intentando.

Los principios de mi criterio me dicen que el cierre de una obra no debe alterar la calidad o percepción de la misma. Pero If Found demuestra que este tipo de rigideces no tienen sentido y que depende siempre del caso.

Durante buena parte de su corta duración If Found fue una obra a la que perdonarle tropiezos. Su estilo y momentos álgidos pesaban demasiado en la balanza como para tenerle en cuenta sus deslices, que los tiene. Incluso me gustó más de lo que suele gustarme ese localismo al que tiende a apelar cierta corriente localista del videojuego independiente. Esta vez circunscrita al catolicismo Irlandés y el aislamiento de una isla recóndita como Achill. Simplemente la forma en que If Found sucede y se expresa conectan conmigo de forma inmediata.
Pero ni con esas se me quitaba de la cabeza la preocupación por cómo cerraría su relato de huida y conflicto identitario. Hay un futuro turbio en el diario lleno de tachones que vamos emborronando.

Llegado el último tramo, If Found se revuelca en un victimismo cínico que me revuelve las entrañas, que me hace odiarlo por momentos, para finalmente salir del paso con un mensaje de esperanza dulcificada. Vale que el juego crea que sentirse querido tal y como eres todo lo cura, pero no hacía falta tanta ponzoña y posterior simplificación de la realidad. Todo para acabar con una vista al futuro (nuestro presente) dónde decides quién es Kasio. Y me pregunto ¿quién demonios soy yo para decidir quién es Kasio?

Me es imposible valorar If Found como conjunto de cosas porque no entiendo la existencia de su episodio final en el marco de lo que es el resto de la obra. ¿Es más o menos que la suma de sus partes? ¿El (horrendo) fin justifica los medios? Sinceramente, no lo sé.




No hace mucho que escribía aquí mismo lo que me había irritado una escena de mudanza en Florence. El juego te hacía elegir la decoración de un mueble haciéndote dudar sobre qué se iba y que permanecía entre las cosas de la protagonista y su pareja para, escenas después, mostrarte la misma estantería con los objetos que el juego había tenido a bien poner ignorando uno de sus únicos momentos realmente valiosos.

En Unpacking, no solo desempaquetamos cajas para establecernos en un nuevo hogar. También debemos hacer hueco a las personas con las que 'queremos' convivir. Y en el esfuerzo de hacer que todo encaje, el jugador va conociendo a las personas que habitan estos cubículos y se da cuenta de cómo sus vidas se entrelazan.

Mirad, normalmente cuando se introducen referencias de la cultura popular en un juego, suele ser puro fanservice para que el jugador diga "¡Mira! Ella también tiene una GameBoy". Unpacking te hace colocar una docena de juegos de GameCube, XBOX 360, DVDs, BlueRays, libros, etc. Cuando apilando reconoces un par de portadas, tratas de reconocer el resto y te acabas haciendo una idea de los gustos pasados y presentes de la persona.

No me hace mucha gracia la idea de que el materialismo defina a las personas, pero Unpacking lo hace demasiado bien como para no reconocérselo. Me encanta que no te permita cambiar de arriba a abajo la vida de sus personajes, pero sí sus pequeñas manías con el simple gesto de poner la salsa de soja en el primer o el segundo estante de la cocina. O que cuando llegas a un piso compartido tengas que encajar todas tus cosas sin mover nada. Mientras, vamos viendo cómo las cosas llegan, se van y se quedan sin que el jugador pueda hacer nada.

Su última escena nos muestra a las personas que llevamos horas construyendo a través de sus pertenencias. Pero elude sus rostros porque con sencillas pinceladas le sobra para que sepamos QUIÉNES son esas personas.

Me cuesta pensar en algo más blando e insulso que Florence. Ni la excusa de la levedad con la que se digieren sus cuarenta minutos de exposición lo redimen. No si en ese tiempo solo da lugar a sugerir vagamente que de toda relación tejida se extrae valor. Cosa que hace con un ventajismo repugnante si se me pregunta.

Florence es la nada absoluta, sucede ante tus ojos y dedos como una de estas viñetas de crítica ramplona que tanto se estilan en muros de Facebook, pero esta vez con animación y aliño a la Mr. Wonderful. Es videojuego porque le pareció que ser cómic era conformista, y hace alarde de cada gimmick jugable que introduce como si así sofisticara su lenguaje. En realidad, es todo lo contrario.

Le concedo quizás un par de buenas alegorías en sus ‘conversaciones’. El recurso más reconocido de Florence es convertir las escenas de diálogo en bocadillos que construimos colocando piezas de puzle. Cuanto más avanza la relación entre protagonistas, menos fragmentos tienen las palabras, hasta que el beso de la tercera cita es una pieza única. Un año más tarde, durante la discusión que rompe el noviazgo, también los bocadillos constan de sólo una pieza, pues los reproches nacen solos. Bien ahí.

Llegado un punto en el que ya sabía que el juego me iba a disgustar, aparece un detalle que me hace detestarlo. Al inicio de la relación entre Florence ,la prota, y Khris; el tío hindú del violín, skater, jugador de cricket; este último decide mudarse con su nuevo amor. En el proceso se nos pone en una tesitura interesante, teniendo que decidir en nuestra nueva casa qué objetos permanecen y cuáles son sustituidos por los del chico. Fue la escena en la que más tiempo invertí porque realmente te hace ponerte por un momento en la piel de alguien a quien apenas conoces. ¿Será muy importante Ganesha y la religión para él? ¿Tabla de skate o pala de cricket? ¿Tocadiscos y vinilos o respeto la pila de libros de Florence? Todo para que llegue el final y tanto estantería como mueble de cocina estén colmados de los objetos que el propio juego ha tenido a bien poner ahí. Ya no es que Florence no tenga nada que contar, es que le da completamente igual si hay alguien prestando atención al otro lado. Prefiere vomitar su inocuo mensaje mientras se vanagloria en su pretendida interacción y su charming aestethic.

Tengo demasiados problemas con el diseño y enfoque general de los metroidvania modernos como para explicarlo aquí. Para resumir, diré que muchos están enamorados de la construcción de su mundo y es ahí donde ponen su énfasis, pero lo terminan despojando de cualquier peso a cambio de otorgar esa sensación de progresión a la que parece que está condenada el género. Los metroidvanias son los reyes del backtracking, y no hay cosa que me desapegue más que revisitar camino andado y parecer una tanqueta indestructible en escenarios que antes existían para ser hostiles. El fenómeno es algo común al videojuego de aventuras/acción en general, pero aquí se hace más obsceno e incoherente que en ningún otro sitio.

Blasphemous esquiva esta sensación haciendo que, por mucha mejora que obtengamos, El Penitente nunca parezca un superhéroe. Si la principal enmienda del protagonista es cargar con la culpa de todo prójimo lo lógico es que nos movamos con relativa lentitud, nos cueste dar espadazos y seamos más bien toscos. Esto se mantiene más o menos de principio a fin de la aventura. Nuestra espada se llama Mea Culpa y al desplazarnos la sostenemos como quien arrastra un objeto pesado que se resigna a intentar levantar del suelo. Pocos detalles más obvios se me ocurren.

Cvstodia, el enclave donde se desarrolla Blasphemous, pesa más que la Hallownest de Hollow Knight porque, aunque también fía gran parte de la construcción de su mundo al lore y apartado artístico, no confía en él para aguantar toda la carga narrativa de sus escenarios.

Con todo, no puedo elevar a Blasphemous porque la representación de su penitencia personal es algo pueril. Da igual las capas que se superpongan porque debajo de todas ellas hay un plataformas en dos dimensiones con combate en el cual nos hacemos más fuertes a medida que avanzamos a pesar de ser contraindicativo por los pecados ajenos y propios que vamos asumiendo por el camino. La intrahistoria del juego tiene su propia excusa para esto, pero perdonadme si ir dando brincos por ahí no me resulta la forma más acertada para enfrentar el pesar religioso de toda la humanidad.

A nivel personal, Blasphemous me interesa más que sus similares por la cultura a la que pertenezco y cómo esta forma parte de las conductas y formas de afrontar la vida de algunos de mis seres más queridos, pero sólo hace las cosas un poquitín mejor que la media.

"El principal halago que se le hace a Marvel’s Spider-Man — que coincide con la vara de medir con la que se juzga cualquier juego de superhéroes — es que te hace sentir como el propio Spider-Man. Pero el juego también te hace sentir que eres un repartidor de Glovo o que estás buscando a Wally en ejercicios mucho menos apasionantes y, quepa decirlo, menos discutidos. Claro que las mejores partes del título vienen de la mano de ponerte en la piel del superhéroe, pero lo relevante no está en sentirte Spider-Man, sino en navegar enormes espacios haciendo un uso cada vez más fluido del impulso y la inercia utilizando la arquitectura como recurso y el aire como vía de expresión".

Review completa en: https://sanchezoide.medium.com/marvels-spider-man-por-la-v%C3%ADa-r%C3%A1pida-6c46f8fdbb56

Siendo tan pretendidamente críptico en lo narrativo, su mundo es uno que se lee como un libro abierto. Línea recta de la que nos desviamos frecuentemente para obtener siempre la misma recompensa.

Me gusta que sus mecánicas de combate exijan timing, pero su diseño no anima a explotar ninguna de ellas. Duele lo poco inspirado que se siente todo.


Fuera de los Super Mario principales, los plataformas de Nintendo son juegos de enfoque. De presentar ideas y exprimir las mismas de forma continua, ya sea en forma de mecánicas, arquitecturas u obstáculos que inviten a jugar de formas diferentes. Este remake del Donkey Kong original para Game Boy me recordó inmediatamente al reciente Captain Toad Treasure Tracker por construir escenarios pequeños que se solucionan más que se superan. Cada vez que se comienza un nivel la pregunta es: ¿Dónde está la llave y como la llevo a esta cerradura? Al igual que en el juego de la seta cabezona es: ¿Como llego hasta la estrella?

Mientras que este último tenía una premisa más atractiva, pues juega con la idea de que no existe el salto y construye así sus minimundos, la magnífica ejecución del primero me hace pensar en lo lejos que se quedó el Capitán Hongo de lo que podría haber sido. Siendo un plataformas que por concepción (juego para una portátil muy recortada en lo técnico) invita a pensar en niveles planos con soluciones marcadas, su salto (que, aunque pesado admite diferentes combinaciones para saltar más alto y lejos) y posibilidades a la hora de alterar el escenario permiten que se convierta en un juego dado a la creatividad del jugador muy por encima de lo esperado. Es un título que no cuenta con una idea desdeñable y que solo deja que desear en las fases intermedias y finales de cada una de sus stages, algo ya típico en Nintendo.

The Gardens Between pasa de puntillas por todos los terrenos que pisa. Desprende un conformismo doloroso de ver en un juego de su tamaño y enfoque.

El juego es un recorrido por los recuerdos de dos niños/preadolescentes que son vecinos. Cada nivel equivale a un momento compartido: tardes jugando videojuegos, el rescate de una chaqueta que se precipita por las alcantarillas trastos y garabatos esparcidos por una casa-árbol… Y como son recuerdos que pertenecen a la infancia, todo coge un tinte aventuresco que la memoria magnifica.

La mecánica central es la capacidad de moldear el paso del tiempo en estos recuerdos. Caminar hacia la derecha hace avanzar el tiempo y hacia la izquierda retrocederlo.

Y esto es lo único nuevo que aporta The Gardens Between. Una mecánica que llama la atención sobre la impasibilidad del paso del tiempo y cómo solo puede ser alterado en nuestros recuerdos y pensamientos.

Sobra decir que simbolizar no es sinónimo de hacer las cosas bien. La obviedad de esta metáfora no la hace mala per sé, pero sí la forma en que se hace uso de ella. The Gardens Between la utiliza como herramienta para resolver acertijos, puzles o ejercicios cuyo ingenio se desvanece un segundo después de dar con su solución. Son lo suficientemente intrincados como para que resolverlos dé satisfacción, pero detrás no hay nada más. Más vagos y simplones que curiosos.

¿El resto? Enviromental storytelling del más barato que te puedan tirar a la cara. Los niveles son GIFs animados en los que los objetos se mueven y la acción sucede sin que a nadie le importe. No hay significación alguna en lo que vemos o hacemos más allá de un espectáculo visual vacío y ni siquiera tan espectacular. Transmite más la imagen que aparece resumiendo el recuerdo al final de cada nivel que el nivel en sí. La misión en estos es llevar una bola de luz hasta lo alto de una colina -solo en un nivel vamos hacia abajo-. Porque algún objetivo habrá que cumplir para ir viendo las “historietas” pasar.

Hay obras que no tienen nada que decir, que existen por capricho o por inercia. Pero The Gardens Between sí pretendía contar una experiencia, por lo que parece, personal. Y encontró una manera interesante de transmitirla. Pero se queda ahí. No es que sea una buena idea mal ejecutada, es que es una idea aún por ejecutar. Ni siquiera lo llega a intentar.

Hohokum es un juego que empeora en la memoria. Esto no quiere decir que el pensamiento reposado haga mella en el valor general del conjunto, sino que ningún recuerdo hace justicia a su virtuosa inmediatez sensorial.

Con razón manejamos a una especie de gusano cuyo punto interactivo es un ojo que hace las veces de cabeza. Un ojo es la representación más intuitiva de los sentidos a través de los cuales nos relacionamos con el mundo, y Hohokum es esta interacción primaria en estado puro. Esa faceta de los videojuegos a la que solemos referirnos como tactilidad pero a la que se llega a través de la vista, el oído y el propio tacto, y con la cual Hohokum puebla cada uno de los rincones de sus ricos y diversos parajes.

En medio de un bache en mi relación con los videojuegos, algo así me reconcilia con lo que entiendo es la esencia del medio. Su infinita inspiración para guiar al jugador desde la curiosidad, el jugueteo y el simple placer estético pone de buen humor al más pintado.

Normalmente defiendo que las obras se comprometan con sus ideas, pero en el caso de Hellblade, hacer que todo orbite alrededor de la enfermedad mental de Senua juega en su contra.

Cada partícula que conforma el juego está estrechamente relacionada a la condición psicótica de la protagonista. Las condiciones físicas del escenario cambian según su estado de crisis. Luchamos contra enemigos que encarnan sus miedos. Vemos formas dibujadas en el escenario como una persona que padece psicosis ve rostros en las paredes.

Esto, que no es negativo per sé, está apuntalado por un despliegue técnico abrumador. Uno utilizado completamente para comunicar y no para adornar.

Por momentos Senua's Sacriface consigue transmitir toda su documentación y trabajo previos a través de su apartado gráfico y su sonido 3D, dejando secuencias de angustia sobrecogedora. Tanto, que me han hecho dudar a lo largo de toda la aventura si terminaría perdonando que durante la mayoría del tiempo se dedique a traducir la psicosis en ejercicios ramplones para continuar avanzando.

Idea que se cae cuando se es consciente de que por mucha tensión y angustia que experimente el jugador, jamás se acercará a las sensaciones de un paciente real. Ni siquiera la polémica decisión de resetear la partida si se muere demasiado, que valoro como uno de los puntos más acertados de la obra, consigue llegar a comunicar miedo a la pérdida real. Haciendo que en la balanza pese más el hecho de haber utilizado una enfermedad mental como herramienta y no el intento de dar a conocer y sensibilizar.

El horrendo final del juego acaba dejando claro que esto es simple mal gusto. Ni desconocimiento ni banalización, simplemente incompetencia a la hora de traducir el delicado tema de la psicosis (enfermedad mental) a un videojuego por falta de sensibilidad artística. Si Hellblade no tratase abiertamente sobre esta enfermedad, sería un juego de terror psicológico más o menos decente. Pero acaba siendo exposición de un tema delicado envuelto en un videojuego (y su connotación lúdica) por conveniencia.

La manera en que Bleak Sword hace acopio, ya no solo de la estética, sino de la limitación de espacio de ciertos juegos de Spectrum es brillante. La abstracción con la que el jugador se enfrentaba al teclado del Spectrum y la tosquedad de movimiento de aquellos avatares chocan aquí con la inmediatez táctil y la fluidez de todo cuanto hay en pantalla. 30 años de avance tecnológico que se difuminan a través del deslizar del dedo por la pantalla.
Aquellos títulos, con Nightshade (prodigio técnico de los hermanos Stamper, futura Rare) como máximo representante, simulaban las tres dimensiones desde la vista isométrica. Sus entornos eran reducidos y de navegación lenta por imposición tecnológica. Bleak Sword toma escenarios similares a aquellas mazmorras para convertirlas en arenas de combate en las que dar espadazos a hordas de enemigos. Un entorno reducidísimo que gestionar más como en Devil Daggers que como en el último God of War.
Lo curioso es que afronta su pequeño ring ofreciendo un cheque en blanco a la movilidad. El movimiento del avatar no es del todo preciso, pues solo se da con volteretas que cubren cierto espacio de terreno. Pero da igual, porque en la mayoría de juegos con un sistema de esquivas el jugador acaba reduciendo su movimiento a saltitos y volteretas. Bleak Sword castiga el abuso del ataque y no da demasiada recompensa al bloqueo, pero no pone límites al desplazamiento. Esto convierte un entorno a priori restringido en uno para la libertad y el aprovechamiento espacial.
Es una pena que esta manga ancha le reste una profundidad que el juego intenta suplantar con una variedad de enemigos y escenarios que pierde fuelle conforme pasan los niveles. Hay ideas (sobre todo ambientales) interesantes en la primera mitad que se olvidan del todo en la segunda. Y, sin embargo, me sale perdonarle esta falta de enfoque por demostrar que hay buenos videojuegos creados con el dispositivo móvil en mente. Valida una plataforma injustamente denostada.