Tengo demasiados problemas con el diseño y enfoque general de los metroidvania modernos como para explicarlo aquí. Para resumir, diré que muchos están enamorados de la construcción de su mundo y es ahí donde ponen su énfasis, pero lo terminan despojando de cualquier peso a cambio de otorgar esa sensación de progresión a la que parece que está condenada el género. Los metroidvanias son los reyes del backtracking, y no hay cosa que me desapegue más que revisitar camino andado y parecer una tanqueta indestructible en escenarios que antes existían para ser hostiles. El fenómeno es algo común al videojuego de aventuras/acción en general, pero aquí se hace más obsceno e incoherente que en ningún otro sitio.

Blasphemous esquiva esta sensación haciendo que, por mucha mejora que obtengamos, El Penitente nunca parezca un superhéroe. Si la principal enmienda del protagonista es cargar con la culpa de todo prójimo lo lógico es que nos movamos con relativa lentitud, nos cueste dar espadazos y seamos más bien toscos. Esto se mantiene más o menos de principio a fin de la aventura. Nuestra espada se llama Mea Culpa y al desplazarnos la sostenemos como quien arrastra un objeto pesado que se resigna a intentar levantar del suelo. Pocos detalles más obvios se me ocurren.

Cvstodia, el enclave donde se desarrolla Blasphemous, pesa más que la Hallownest de Hollow Knight porque, aunque también fía gran parte de la construcción de su mundo al lore y apartado artístico, no confía en él para aguantar toda la carga narrativa de sus escenarios.

Con todo, no puedo elevar a Blasphemous porque la representación de su penitencia personal es algo pueril. Da igual las capas que se superpongan porque debajo de todas ellas hay un plataformas en dos dimensiones con combate en el cual nos hacemos más fuertes a medida que avanzamos a pesar de ser contraindicativo por los pecados ajenos y propios que vamos asumiendo por el camino. La intrahistoria del juego tiene su propia excusa para esto, pero perdonadme si ir dando brincos por ahí no me resulta la forma más acertada para enfrentar el pesar religioso de toda la humanidad.

A nivel personal, Blasphemous me interesa más que sus similares por la cultura a la que pertenezco y cómo esta forma parte de las conductas y formas de afrontar la vida de algunos de mis seres más queridos, pero sólo hace las cosas un poquitín mejor que la media.

2022

Hace dos semanas que acabé Tunic y desde entonces llevo dándole vueltas a cómo trasladar a palabras la fascinación que me produce. Supongo no hay mejor halago que la persistencia en mis pensamientos de sus misterios y los códigos que los ocultan.

Un canto al descubrimiento como este, con la fe que ello conlleva en la era de internet, me hacen pensar en Tunic como uno de los videojuegos más valientes de los últimos años. También es posible mirar al pasado sin condescendencia.

— ¿Sabes cómo salir?
— Juntos

He quedado prendado de lo sencillo que es Mutazione. De las pocas vueltas que le busca a las cosas a pesar de su tono místico y ocultista. Sin comerlo ni beberlo, Kai -la joven que controlamos- se convierte en el apoyo y enlace de todos los miembros de una comunidad a la que acaba de llegar y que no pasa por el mejor de sus momentos. Todos ellos vierten en nosotros sus preocupaciones, dolores o alegrías y nuestra mera presencia les ayuda a avanzar. Mientras, sanamos a la isla y sus habitantes a través de naturaleza y música. Esto es lo que hay, y el conjunto fluye de tal manera que en ningún momento es necesario buscarle tres pies al gato.

Mutazione exuda tal naturalismo que no te das cuenta de que todos los sonidos que escuchas durante tus paseos por la isla se funden entre brisas que acarician la hierba, agitan las hojas y se funden con el discurrir de un riachuelo. Y entonces llega la noche del concierto, con sus guitarras y música artificial, y caes en la cuenta de lo prodigioso de la banda sonora ambiental que te acompaña en los momentos de “silencio”.

Esto, lo macro y a veces casi imperceptible, funciona como terreno fértil para sembrar la semilla de los momentos y conversaciones que vivimos en nuestra semana en la isla de Mutazione. Los cuales son potentísimos. Cuando alguien que vive un momento de profunda catarsis se queda sin palabras y decide darte un beso en la mejilla y unas gracias sin saber muy bien qué has hecho para merecerlas o cuando la solución a un lío amoroso con un hijo bastardo de por medio es cuidar a ese niño en comunidad; sabes que estás ante algo especial.

Estos y tantos otros son los instantes que me hacen sentir en total comunión con este juego. Cada vez estoy más convencido de que la humanidad -como atributo-, al menos como yo la entiendo, parte de hacer la vida más fácil, llevadera y entretenida para la gente que nos rodea sin tener que quedarnos en el camino por ello. Y eso, ni más ni menos, es Mutazione.

Únicamente lamento las veces que se nos permite inmiscuirnos en las cosas más de lo necesario. Hay escenas a las que asistimos como mirones en las que queda claro que no deberíamos estar presentes. A Mutazione demasiadas veces le sobra un diálogo. Pero también le sobra calidez. Personas, con todo lo que ello conlleva, relaciones y naturaleza con la que convivir y sellar cicatrices.

Nuestro tiempo aquí es finito así que echa a andar, curiosea, descubre cuanto puedas. La vida es demasiado corta para quedarse a mirar las musarañas. Pero y si...

Lo admito, el final contemplativo del juego fascina por las implicaciones que tiene cerciorarse de que todo lo vivo que pisamos en este mundo se lo debemos a los que nos preceden. De esos finales que te imbuyen en una inmensa humildad y pequeñez. Lo que no me gusta tanto es que a ese momento de fascinación solo lleguemos "rindiéndonos", asumiendo que si todo va acabar tarde o temprano no merece la pena seguir avanzando.

Cuando en nuestro pequeño paseo atisbamos los cadáveres de quienes agotaron hasta su último aliento, por tonto que parezca, sentimos un profundo respeto por la muerte que nos acecha y la vida que pronto dejaremos. Pero el juego y su naturalismo claramente dignifican a aquellos que, por una cosa u otra, decidieron bajarse a mitad de trayecto. ¿Por qué no hay obsequio —o al menos no tan evidente— para los que lucharon hasta el final?

En la superficie, deudor de LIMBO, Inside y su prole. En la práctica, heredero de ICO y The Last Guardian. Como sucedía con Jorda y Trico, FAR: Lone Sails pone su énfasis en tejer un vínculo personal con algo que sobre el papel supone una carga en nuestro avance.

A primera vista podría parecer que aquí se pierde la humanidad que exudaban las obras de Ueda porque lo que arrastramos es una máquina y no una persona o animal. Sin embargo, el gigantesco vehículo que transportamos simboliza al familiar cuya muerte lloramos en un altar improvisado en el jardín de nuestra casa nada más iniciar el juego. Este mamotreto era el proyecto de toda una vida y ahora lo hacemos avanzar como si fuese un cadáver. Por eso tiene sentido que se trate de un objeto inerte, que pese, se mueva a trompicones y cuyo manejo no otorgue facilidades sino inconvenientes. De ahí la dispersión de los mandos de la nave y la respuesta física que emana de accionarlos.

El viaje pues se convierte en un ejercicio de catarsis en el que lidiar con la pérdida. Nos alejamos del hogar porque la tragedia te obliga a salir de lo conocido. Cada poco toca hacer un alto en el camino y tomar aire para continuar nuestro periplo con fuerzas renovadas. En ocasiones nos veremos superados por las circunstancias que nos rodean y sentiremos que perdemos el control sobre nosotros mismos. Encadenamos fases en las que todo parece negro con noches de cielo abierto y firmamento estrellado. Vamos recolectando herramientas que hacen un poco más sencillo nuestro avance. Nos enfrentamos, en definitiva, a las fases de un duelo por superar la ausencia de quien tanto quisimos.

Las tierras que transitamos son baldías y cada poco encontramos un cartel rezando por un esperanzador futuro que choca con la decrepitud de todo lo que nos rodea. Exceptuando el viento, símbolo de avance, todo elemento de la naturaleza es hostil para con nuestro avance. Esto provoca que muchos aborden FAR: Lone Sails como una crítica a la industrialización del mundo, y los restos de civilización con los que nos topamos, casi siempre metálicos y referentes a lo industrial, empujan dicha tesis. Seguramente haya bastante de esto en el desempeño artístico del juego, pero yo prefiero verlo como simple reflejo de los turbulentos tiempos a los que se enfrenta el monigote que hace las veces de avatar. Aunque el entorno grite por la humanidad, el juego centra su mirada en lo personal.

Hasta aquí FAR: Lone Sails es una metáfora cojonuda, pero no todo iba a ser tan bonito. Aunque los cielos se oscurezcan y el terreno parezca ponerse en nuestra contra, el juego nunca te hace sentir realmente amenazado. Los recursos combustibles con los que alimentamos el motor de la máquina son abundantes y todo obstáculo con el que nos topamos está extrañamente diseñado para que lo solucionemos sin rompernos mucho la cabeza. Todo está recubierto de una excesiva artificialidad. Entiendo que concebirlo como un juego de scroll lateral en el que la nave siempre se mantiene adherida al suelo va encaminado a respetar lo de arrastrar nuestra pérdida sin volver la vista atrás. Pero el resultado es que la aparente complejidad de la nave quede reducida a eso, la apariencia. Incluso en los escasos momentos en los que da la impresión de que la situación nos sobrepasa, basta con echar el freno e ir solucionando los incendios y problemas eléctricos de la nave con calma para reanudar nuestra marcha. Llueve mucho fuera, pero estas gotas no mojan.

Esta falta de colmillo traiciona el principio básico de la obra. No hay dificultades reales que superar aquí. No obstante, llegado el final, no hace falta sentir que ha valido la pena ni recordar los baches del sendero, nos basta con comprender que solo se hace camino al andar.

Entiendo perfectamente por qué este juego es tan aclamado. La construcción de su mundo parece honda, tiene cierto carisma visual, el control es satisfactorio... Pero Hollow Knight realmente es una amalgama de greatest hits del videojuego de la última década. Es paradójico que de todo lo que compone al juego, cueste encontrar algo que le pertenezca de verdad. Casi parece como si estuviera “vacío”.

El título tiene su fuerte en las interconexiones -narrativas y no- que tejen los diferentes lugares que componen su vasto mapeado. Pero le cuesta mantener su sensación de mundo porque el jugador no descubre, redescubre. Es imposible fascinarse con la exploración de sus parajes cuando todo lo que revelamos ya lo habíamos vivido antes.

Mientras juego me veo continuamente pensando: “el ataque en salto es igual que el de Shovel Knight pero con timing”, “¿aquí han querido ser Guacamelee!?”, “la historia, la forma de contarla e incluso los personajes que encuentras por el camino bien podrían merecer una demanda de Miyazaki y FromSoftware”

Todo apuntalado porque la desorientación y el avance expeditivo por una nueva zona acaba en el momento en el que encontramos al cartógrafo que nos vende el mapa de la susodicha. No nos adentramos en territorio hostil para conocerlo con nuestros propios ojos, sino que el acto instintivo una vez llegamos a tierra virgen es buscar a nuestro colegui para luego avanzar con las dudas diluidas por lo que aguarda.

Hollow Knight pone mucho empeño en desarrollar un universo decadente que redescubrir. Pero nuestro periplo por él acaba siendo más paseo que viaje.

Me cuesta pensar en algo más blando e insulso que Florence. Ni la excusa de la levedad con la que se digieren sus cuarenta minutos de exposición lo redimen. No si en ese tiempo solo da lugar a sugerir vagamente que de toda relación tejida se extrae valor. Cosa que hace con un ventajismo repugnante si se me pregunta.

Florence es la nada absoluta, sucede ante tus ojos y dedos como una de estas viñetas de crítica ramplona que tanto se estilan en muros de Facebook, pero esta vez con animación y aliño a la Mr. Wonderful. Es videojuego porque le pareció que ser cómic era conformista, y hace alarde de cada gimmick jugable que introduce como si así sofisticara su lenguaje. En realidad, es todo lo contrario.

Le concedo quizás un par de buenas alegorías en sus ‘conversaciones’. El recurso más reconocido de Florence es convertir las escenas de diálogo en bocadillos que construimos colocando piezas de puzle. Cuanto más avanza la relación entre protagonistas, menos fragmentos tienen las palabras, hasta que el beso de la tercera cita es una pieza única. Un año más tarde, durante la discusión que rompe el noviazgo, también los bocadillos constan de sólo una pieza, pues los reproches nacen solos. Bien ahí.

Llegado un punto en el que ya sabía que el juego me iba a disgustar, aparece un detalle que me hace detestarlo. Al inicio de la relación entre Florence ,la prota, y Khris; el tío hindú del violín, skater, jugador de cricket; este último decide mudarse con su nuevo amor. En el proceso se nos pone en una tesitura interesante, teniendo que decidir en nuestra nueva casa qué objetos permanecen y cuáles son sustituidos por los del chico. Fue la escena en la que más tiempo invertí porque realmente te hace ponerte por un momento en la piel de alguien a quien apenas conoces. ¿Será muy importante Ganesha y la religión para él? ¿Tabla de skate o pala de cricket? ¿Tocadiscos y vinilos o respeto la pila de libros de Florence? Todo para que llegue el final y tanto estantería como mueble de cocina estén colmados de los objetos que el propio juego ha tenido a bien poner ahí. Ya no es que Florence no tenga nada que contar, es que le da completamente igual si hay alguien prestando atención al otro lado. Prefiere vomitar su inocuo mensaje mientras se vanagloria en su pretendida interacción y su charming aestethic.

No hace mucho que escribía aquí mismo lo que me había irritado una escena de mudanza en Florence. El juego te hacía elegir la decoración de un mueble haciéndote dudar sobre qué se iba y que permanecía entre las cosas de la protagonista y su pareja para, escenas después, mostrarte la misma estantería con los objetos que el juego había tenido a bien poner ignorando uno de sus únicos momentos realmente valiosos.

En Unpacking, no solo desempaquetamos cajas para establecernos en un nuevo hogar. También debemos hacer hueco a las personas con las que 'queremos' convivir. Y en el esfuerzo de hacer que todo encaje, el jugador va conociendo a las personas que habitan estos cubículos y se da cuenta de cómo sus vidas se entrelazan.

Mirad, normalmente cuando se introducen referencias de la cultura popular en un juego, suele ser puro fanservice para que el jugador diga "¡Mira! Ella también tiene una GameBoy". Unpacking te hace colocar una docena de juegos de GameCube, XBOX 360, DVDs, BlueRays, libros, etc. Cuando apilando reconoces un par de portadas, tratas de reconocer el resto y te acabas haciendo una idea de los gustos pasados y presentes de la persona.

No me hace mucha gracia la idea de que el materialismo defina a las personas, pero Unpacking lo hace demasiado bien como para no reconocérselo. Me encanta que no te permita cambiar de arriba a abajo la vida de sus personajes, pero sí sus pequeñas manías con el simple gesto de poner la salsa de soja en el primer o el segundo estante de la cocina. O que cuando llegas a un piso compartido tengas que encajar todas tus cosas sin mover nada. Mientras, vamos viendo cómo las cosas llegan, se van y se quedan sin que el jugador pueda hacer nada.

Su última escena nos muestra a las personas que llevamos horas construyendo a través de sus pertenencias. Pero elude sus rostros porque con sencillas pinceladas le sobra para que sepamos QUIÉNES son esas personas.

Normalmente defiendo que las obras se comprometan con sus ideas, pero en el caso de Hellblade, hacer que todo orbite alrededor de la enfermedad mental de Senua juega en su contra.

Cada partícula que conforma el juego está estrechamente relacionada a la condición psicótica de la protagonista. Las condiciones físicas del escenario cambian según su estado de crisis. Luchamos contra enemigos que encarnan sus miedos. Vemos formas dibujadas en el escenario como una persona que padece psicosis ve rostros en las paredes.

Esto, que no es negativo per sé, está apuntalado por un despliegue técnico abrumador. Uno utilizado completamente para comunicar y no para adornar.

Por momentos Senua's Sacriface consigue transmitir toda su documentación y trabajo previos a través de su apartado gráfico y su sonido 3D, dejando secuencias de angustia sobrecogedora. Tanto, que me han hecho dudar a lo largo de toda la aventura si terminaría perdonando que durante la mayoría del tiempo se dedique a traducir la psicosis en ejercicios ramplones para continuar avanzando.

Idea que se cae cuando se es consciente de que por mucha tensión y angustia que experimente el jugador, jamás se acercará a las sensaciones de un paciente real. Ni siquiera la polémica decisión de resetear la partida si se muere demasiado, que valoro como uno de los puntos más acertados de la obra, consigue llegar a comunicar miedo a la pérdida real. Haciendo que en la balanza pese más el hecho de haber utilizado una enfermedad mental como herramienta y no el intento de dar a conocer y sensibilizar.

El horrendo final del juego acaba dejando claro que esto es simple mal gusto. Ni desconocimiento ni banalización, simplemente incompetencia a la hora de traducir el delicado tema de la psicosis (enfermedad mental) a un videojuego por falta de sensibilidad artística. Si Hellblade no tratase abiertamente sobre esta enfermedad, sería un juego de terror psicológico más o menos decente. Pero acaba siendo exposición de un tema delicado envuelto en un videojuego (y su connotación lúdica) por conveniencia.

Leyendas: Arceus es la promesa de poner a los Pokémon en el centro de la experiencia a través de su estudio exhaustivo, pero falla estrepitosamente a la hora de hacer que parezcan seres vivos que merezcan atención alguna. El juego mantiene muchos de los pecados clásicos de la saga principal, a los que suma otros cuantos de su propia cosecha, pero en el plano general todos ellos importan poco porque es incapaz de crear interés o curiosidad por esos seres inertes que nos dicen son criaturas fascinantes.

Pensamientos extendidos: https://sanchezoide.medium.com/pensamientos-dispersos-sobre-pok%C3%A9mon-leyendas-arceus-b694b4dd292a

No sé ni por qué lo sigo intentando.

En los últimos años el roguelike se ha terminado de asentar como el esqueleto de cualquier propuesta para asegurar que el juego en sí tiene un suelo sobre el que pisar. Cuando un juego centrado en sus mecánicas no sabe cómo construir una estructura jugable que lo sustente, opta por ser roguelike. Tampoco es de extrañar, pues el género no es más que tomar la idea de avance y pérdida del arcade tradicional añadiéndole aleatoriedad y (en la mayoría de ocasiones) elementos de progreso entre partidas.

Pero si esta estructura era un salvavidas para mecánicas que no sabían ser videojuegos, Hades lo convirtió en un salvoconducto para historias que no sabían cómo contarse. El juego de SuperGiant Games no inventó lo de desperdigar su narrativa en pequeñas píldoras que soltar con cada leve avance. Ni siquiera lo de dotar de carácter a todos los elementos del gameplay convirtiendo sus mecánicas en personajes con sus propios bagajes, dinámicas y relaciones con el mundo, entre ellos y contigo. Children of Morta (y algunos otros) ya había hecho algo bastante similar, pero no de forma tan radical como Hades, que lo acomoda todo a la historia y mundo que pretende crear. Estoy convencido que Hades va a suponer un antes y un después a la hora de ver propuestas inherentemente narrativas que toman forma de roguelike por inercia. Y Going Under quizás sea su primer heredero.

Es fácil definir chapuceramente el juego como un Hades que cambia el Inframundo por un conglomerado de startups y los dioses por unos cuantos gurús del emprendimiento empresarial. Como Jaqueline y sus compañeros, los que hemos sido becarios de estas startups venidas a más nos hemos preguntado más de una vez qué demonios hacemos y para qué. Como crítica al capitalismo más asquerosamente romantizado que se pueda imaginar, Going Under es divertido sin dejar de meter el dedo en la llaga a cada diálogo. Las intervenciones de muchos de sus personajes casi parecen salidas de un sketch de Pantomima Full. Por ello es difícil que el juego te caiga mal de entrada, pero creo que esto ha relajado en exceso su crítica.

El juego es roguelike porque tiene que serlo. Porque es la manera más fácil que ha encontrado de decir lo que tiene que decir y dar rienda suelta a su inventiva sarcástica. Que no es poca y da para unas cuantas sonrisas entre dientes. Pero el resto de elementos que lo componen se sienten muy poco inspirados. Chorrocientos power-ups para acabar usando 4 o 5 como máximo por run. Caóticas arenas que llevan a una notoria simplificación del gameplay. Variedad ínfima de enemigos y situaciones. La diegética de sus niveles se cae cuando agotamos las líneas de diálogo de un tendero, nos da su tarjeta de negocio y se queda callado para el resto de la eternidad. De pronto, el chiste se ha acabado y ha pasado a ser parte del atrezo.

Con Going Under percibo un artefacto en busca de una forma de expresión que se quedó con la que estaba de moda. No le culpo por querer utilizar el medio para contar lo suyo, pues la forma en que comunica es difícilmente replicable en otros sitios. Hacer que los taraos de las criptocurrencys sean esqueletos mineros que te atacan con su pico es un gag que no tendría el mismo impacto fuera del videojuego. Y así con la mayoría de bromas o críticas que Going Under pretende poner sobre la mesa. Sí lamento que no haya encontrado la forma de apilar sus ideas con algo más de coherencia mecánica. Hades podrá gustar más o menos, pero como mínimo lograba ser la suma de sus partes. A Going Under se le nota demasiado que primero fue un cúmulo de bromas y opiniones y después quiso ser videojuego.

Estando como estoy harto del meta humor en los videojuegos, Franken me ha caído en gracia de principio a fin. Lo más normal en juegos que pretenden hacerse los graciosos con respecto a los tópicos y clichés del medio o su propio género es que sean ejercicios de verborrea que intenta jactarse de estos lugares comunes sin saber cómo esquivarlos.

Franken no hace ni una sola mención a lo burdo del sistema de niveles, al grindeo obligatorio, ni al dramatismo impostado de muchos JRPGs post Dragon Quest. Simplemente se dedica a exponerlos sin dedicarles una sola palabra juiciosa mientras desarrolla su humor verbal de forma paralela. El logro del juego está en lo increíblemente similar que se siente su breve experiencia con respecto a epopeyas de decenas de horas. No es necesaria tanta chapa para matar a Dios. Es raro que una sátira tan obvia desprenda tanta humildad.

Cuantísimo hay que pasarle por alto a la saga Uncharted para que te dé uno o dos momentos rescatables. Juego de acción y aventuras cinematográfico dónde la acción se encuentra en tiroteos que han perdido el ritmo de Uncharted 2 a costa de expandir entornos, posibilidades y hacer énfasis en el sigilo. Aunque la escasez de munición invite a ello, ya no es gratificante salir de las coberturas, pues la amplitud del escenario te expone en demasía. La otra cara de su acción queda en las fases de escalada o plataformeo, en las que ni siquiera su afán porque toda estructura se venga abajo sirven para dotar de interés a sus mecánicas.

¡AVENTURA! Grita Uncharted mientras su discurrir se basa en resolver ejercicios facilongos recubiertos por el barniz de ocultas culturas milenarias. Supongo que el jefe de obra de estos imperios secretos sería un Diseñador de Niveles ™. Se comenta poco lo aburrido que es para su pretendido tono ligero.

Con cada entrega, Uncharted ha entregado un poquito más para parecer una película. Pero cuánto más imita, más fallido se siente. Intentar coreografiar cada acción del jugador al compás de lo que sucede en pantalla suele quedar en bochorno, y la cosa no mejora durante las escenas en las que el jugador no tiene el control. Ponerse delante de cualquier juego de la saga y pretender que asistimos al cine supone apagar por completo la suspensión de la incredulidad. Concesiones y más concesiones.

Al menos The Lost Legacy se deja de introspecciones hipócritas como las de la cuarta entrega y deja en primer plano la relación entre las protagonistas sin mucho adorno. Solo dinámicas surgiendo entre dos personas condenadas a entenderse. Esto y cómo se va fructificando en pequeños detallitos del gameplay es lo mejor que tiene que ofrecer el juego, pero es la aguja en el pajar.

Ante el melodrama y pretendida madurez de otras obras antibélicas que se acercan a la guerra desde una exploración de la violencia y la gamificación, This War of Mine se aproxima al conflicto bélico desde la simple gestión de recursos. Escasez en un género que normalmente permite y empuja a la maximización y la abundancia. Todo para hablar, no tanto de las penurias de la guerra, pues no se regodea en la pérdida o el anhelo de tiempos pasados, sino de la inexistencia del largo plazo en estas. En este tipo de conflictos solo importa el ahora, el ayer es una losa y el mañana no se da por hecho. Por mucho que se intente la planificación, en pocas ocasiones existe la comodidad, y cuando esta se obtiene es a costa de tomar muchos riesgos o a través de acciones indecorosas. Con el paso de los días, y como ocurre en todo juego relacionado con la estrategia o la gestión de recursos, se cae en la cuenta de la existencia de un sistema finito detrás del constructo. Pero se me ocurren pocos sistemas resueltos con más sencillez y acierto que los de la obra de 11 bit Studio.