Poesía en movimiento. Mantener la calma y seguir con paso seguro mientras el mundo se nos viene encima y no pisamos en suelo firme. Joder los videojocs...

Nuestro tiempo aquí es finito así que echa a andar, curiosea, descubre cuanto puedas. La vida es demasiado corta para quedarse a mirar las musarañas. Pero y si...

Lo admito, el final contemplativo del juego fascina por las implicaciones que tiene cerciorarse de que todo lo vivo que pisamos en este mundo se lo debemos a los que nos preceden. De esos finales que te imbuyen en una inmensa humildad y pequeñez. Lo que no me gusta tanto es que a ese momento de fascinación solo lleguemos "rindiéndonos", asumiendo que si todo va acabar tarde o temprano no merece la pena seguir avanzando.

Cuando en nuestro pequeño paseo atisbamos los cadáveres de quienes agotaron hasta su último aliento, por tonto que parezca, sentimos un profundo respeto por la muerte que nos acecha y la vida que pronto dejaremos. Pero el juego y su naturalismo claramente dignifican a aquellos que, por una cosa u otra, decidieron bajarse a mitad de trayecto. ¿Por qué no hay obsequio —o al menos no tan evidente— para los que lucharon hasta el final?

Les ha quedado un poco racista lo de que la carne aparentemente humana se la coman en el tramo de ambientación asiática. PD: la gula no es un pecado.

Con lo original y disruptiva que es su propuesta respecto a la saga principal de Súper Mario —a la que recordemos pertenece—, qué rápido se vuelve aburrido Yoshi’s Island.

Es un plataformas 2D de scroll lateral porque el salto sigue siendo su verbo irrenunciable y todos sus niveles se pueden diseccionar con una línea recta desde el inicio hasta el final. Pero su enfoque dista mucho de la mayoría de juegos con los que comparte género y época.

Se despoja de tiempo límite para completar sus niveles. Recibir golpes no nos mata o debilita, sino que nos hace perder al Baby Mario que portamos a lomos hasta que lo recuperamos explotando la pompa en la que se nos escabulle. Extraviar al bebé da comienzo a una cuenta regresiva que nos hará fracasar en caso de llegar a cero. El salto demanda menos precisión por la simple construcción de las pantallas y por el pataleo de Yoshi que permite permanecer en el aire unos instantes. También desaparece la posibilidad de correr en favor de la capacidad de zamparnos a la mayoría de nuestros enemigos.

He aquí una de las claves del acercamiento al género de Yoshi’s Island. Comernos a un enemigo nos da la posibilidad de generar un huevo que lanzar a otros enemigos, pero con el que también podemos interactuar con ciertos elementos del entorno para revelar secretos. Esta mecánica es la que apuntilla que aquí no estamos para superar obstáculos —o al menos que ese no es el punto principal—, sino para curiosear cada rincón. Sobre el papel un acercamiento que se debería sentir fresco y en el que se intercala cierta comedia visual y mecánica, pero que falla a la hora de sustentar dicho enfoque.

El gran problema de Yoshi’s Island y su incentivo a la exploración exhaustiva es el sistema de puntuación. Al final de cada nivel el jugador recibe una puntuación de 0 a 100 dependiendo de tres elementos: 30 estrellas que sumamos explorando y avanzando por el nivel y perdemos al ser golpeados comenzando la mencionada cuenta regresiva hasta que recuperamos a Baby Mario, 20 monedas rojas dispersas a lo largo de la pantalla y 5 flores similares a las monedas Yoshi en Super Mario World o las estrellas/monedas de posteriores entregas con espíritu 2D.

Pero en realidad, da igual que acumulemos un 68, un 47 o un 23 al final de cada nivel. Al juego solo le sirve un 100 para desbloquear los dos niveles ocultos que tiene cada mundo. Esto hace que cada pequeño hallazgo se sienta irrelevante si no has ido coleccionando el resto, y algunos de ellos son demasiado específicos —llega aquí con un par de huevos acumulados— o fugaces —acierta a estos Shy Guys en un abrir y cerrar de ojos con un huevo— como para conseguirlos todos en la primera pasada. Así Yoshi’s Island hace una decidida apuesta por la rejugabilidad de sus niveles. Pero dada su longitud y el ritmo lento al que nos invita a recorrer la mayoría de ellos, revisitarlos resulta un absoluto sopor. Aburrimiento que incluso diluye las primeras vueltas una vez perdemos la curiosidad al percatarnos de que nos hemos dejado algo por el camino.

Es imposible negar el atractivo de su loado apartado artístico. Que de por sí ya convierte a sus emplazamientos en algo digno de habitar. Su fauvismo cartoon resulta algo único y de tono perfecto para el caos que en ocasiones llegan a ser algunas fases. Sin embargo, aunque esto de pie a paisajes que llaman a ser observados, la estructura jugable no hace lo suficiente para que queramos devorar cada recoveco.

Con todo, Yoshi’s Island me parece una entrada valiente y valiosa en la historia de Súper Mario. De hecho fue este el juego que separó al dinosaurio verde del fontanero para dotarle de aventuras plataformeras en solitario cuya serie enfocada en el coleccionismo llega hasta nuestros días. Algo tiene, pero a mi me pierde por el camino.

— ¿Sabes cómo salir?
— Juntos

He quedado prendado de lo sencillo que es Mutazione. De las pocas vueltas que le busca a las cosas a pesar de su tono místico y ocultista. Sin comerlo ni beberlo, Kai -la joven que controlamos- se convierte en el apoyo y enlace de todos los miembros de una comunidad a la que acaba de llegar y que no pasa por el mejor de sus momentos. Todos ellos vierten en nosotros sus preocupaciones, dolores o alegrías y nuestra mera presencia les ayuda a avanzar. Mientras, sanamos a la isla y sus habitantes a través de naturaleza y música. Esto es lo que hay, y el conjunto fluye de tal manera que en ningún momento es necesario buscarle tres pies al gato.

Mutazione exuda tal naturalismo que no te das cuenta de que todos los sonidos que escuchas durante tus paseos por la isla se funden entre brisas que acarician la hierba, agitan las hojas y se funden con el discurrir de un riachuelo. Y entonces llega la noche del concierto, con sus guitarras y música artificial, y caes en la cuenta de lo prodigioso de la banda sonora ambiental que te acompaña en los momentos de “silencio”.

Esto, lo macro y a veces casi imperceptible, funciona como terreno fértil para sembrar la semilla de los momentos y conversaciones que vivimos en nuestra semana en la isla de Mutazione. Los cuales son potentísimos. Cuando alguien que vive un momento de profunda catarsis se queda sin palabras y decide darte un beso en la mejilla y unas gracias sin saber muy bien qué has hecho para merecerlas o cuando la solución a un lío amoroso con un hijo bastardo de por medio es cuidar a ese niño en comunidad; sabes que estás ante algo especial.

Estos y tantos otros son los instantes que me hacen sentir en total comunión con este juego. Cada vez estoy más convencido de que la humanidad -como atributo-, al menos como yo la entiendo, parte de hacer la vida más fácil, llevadera y entretenida para la gente que nos rodea sin tener que quedarnos en el camino por ello. Y eso, ni más ni menos, es Mutazione.

Únicamente lamento las veces que se nos permite inmiscuirnos en las cosas más de lo necesario. Hay escenas a las que asistimos como mirones en las que queda claro que no deberíamos estar presentes. A Mutazione demasiadas veces le sobra un diálogo. Pero también le sobra calidez. Personas, con todo lo que ello conlleva, relaciones y naturaleza con la que convivir y sellar cicatrices.

Leyendas: Arceus es la promesa de poner a los Pokémon en el centro de la experiencia a través de su estudio exhaustivo, pero falla estrepitosamente a la hora de hacer que parezcan seres vivos que merezcan atención alguna. El juego mantiene muchos de los pecados clásicos de la saga principal, a los que suma otros cuantos de su propia cosecha, pero en el plano general todos ellos importan poco porque es incapaz de crear interés o curiosidad por esos seres inertes que nos dicen son criaturas fascinantes.

Pensamientos extendidos: https://sanchezoide.medium.com/pensamientos-dispersos-sobre-pok%C3%A9mon-leyendas-arceus-b694b4dd292a

Estando como estoy harto del meta humor en los videojuegos, Franken me ha caído en gracia de principio a fin. Lo más normal en juegos que pretenden hacerse los graciosos con respecto a los tópicos y clichés del medio o su propio género es que sean ejercicios de verborrea que intenta jactarse de estos lugares comunes sin saber cómo esquivarlos.

Franken no hace ni una sola mención a lo burdo del sistema de niveles, al grindeo obligatorio, ni al dramatismo impostado de muchos JRPGs post Dragon Quest. Simplemente se dedica a exponerlos sin dedicarles una sola palabra juiciosa mientras desarrolla su humor verbal de forma paralela. El logro del juego está en lo increíblemente similar que se siente su breve experiencia con respecto a epopeyas de decenas de horas. No es necesaria tanta chapa para matar a Dios. Es raro que una sátira tan obvia desprenda tanta humildad.

En la superficie, deudor de LIMBO, Inside y su prole. En la práctica, heredero de ICO y The Last Guardian. Como sucedía con Jorda y Trico, FAR: Lone Sails pone su énfasis en tejer un vínculo personal con algo que sobre el papel supone una carga en nuestro avance.

A primera vista podría parecer que aquí se pierde la humanidad que exudaban las obras de Ueda porque lo que arrastramos es una máquina y no una persona o animal. Sin embargo, el gigantesco vehículo que transportamos simboliza al familiar cuya muerte lloramos en un altar improvisado en el jardín de nuestra casa nada más iniciar el juego. Este mamotreto era el proyecto de toda una vida y ahora lo hacemos avanzar como si fuese un cadáver. Por eso tiene sentido que se trate de un objeto inerte, que pese, se mueva a trompicones y cuyo manejo no otorgue facilidades sino inconvenientes. De ahí la dispersión de los mandos de la nave y la respuesta física que emana de accionarlos.

El viaje pues se convierte en un ejercicio de catarsis en el que lidiar con la pérdida. Nos alejamos del hogar porque la tragedia te obliga a salir de lo conocido. Cada poco toca hacer un alto en el camino y tomar aire para continuar nuestro periplo con fuerzas renovadas. En ocasiones nos veremos superados por las circunstancias que nos rodean y sentiremos que perdemos el control sobre nosotros mismos. Encadenamos fases en las que todo parece negro con noches de cielo abierto y firmamento estrellado. Vamos recolectando herramientas que hacen un poco más sencillo nuestro avance. Nos enfrentamos, en definitiva, a las fases de un duelo por superar la ausencia de quien tanto quisimos.

Las tierras que transitamos son baldías y cada poco encontramos un cartel rezando por un esperanzador futuro que choca con la decrepitud de todo lo que nos rodea. Exceptuando el viento, símbolo de avance, todo elemento de la naturaleza es hostil para con nuestro avance. Esto provoca que muchos aborden FAR: Lone Sails como una crítica a la industrialización del mundo, y los restos de civilización con los que nos topamos, casi siempre metálicos y referentes a lo industrial, empujan dicha tesis. Seguramente haya bastante de esto en el desempeño artístico del juego, pero yo prefiero verlo como simple reflejo de los turbulentos tiempos a los que se enfrenta el monigote que hace las veces de avatar. Aunque el entorno grite por la humanidad, el juego centra su mirada en lo personal.

Hasta aquí FAR: Lone Sails es una metáfora cojonuda, pero no todo iba a ser tan bonito. Aunque los cielos se oscurezcan y el terreno parezca ponerse en nuestra contra, el juego nunca te hace sentir realmente amenazado. Los recursos combustibles con los que alimentamos el motor de la máquina son abundantes y todo obstáculo con el que nos topamos está extrañamente diseñado para que lo solucionemos sin rompernos mucho la cabeza. Todo está recubierto de una excesiva artificialidad. Entiendo que concebirlo como un juego de scroll lateral en el que la nave siempre se mantiene adherida al suelo va encaminado a respetar lo de arrastrar nuestra pérdida sin volver la vista atrás. Pero el resultado es que la aparente complejidad de la nave quede reducida a eso, la apariencia. Incluso en los escasos momentos en los que da la impresión de que la situación nos sobrepasa, basta con echar el freno e ir solucionando los incendios y problemas eléctricos de la nave con calma para reanudar nuestra marcha. Llueve mucho fuera, pero estas gotas no mojan.

Esta falta de colmillo traiciona el principio básico de la obra. No hay dificultades reales que superar aquí. No obstante, llegado el final, no hace falta sentir que ha valido la pena ni recordar los baches del sendero, nos basta con comprender que solo se hace camino al andar.

Como tengo esa sensación de no poder decir nada de un videojuego del que se ha dicho todo, me centraré en decir que el HUD de Metroid Prime es contendiente a ser el mejor en la historia del medio. La interfaz visual podría verse casi como intrusiva. Pero por cómo está implementada, toma gran parte de cómo nos enfrentamos a este mundo y eleva el poder ambiental del título, que ya sería su punto fuerte.

Gracias a ella sobrellevamos mejor que el movimiento sea tosco y de difícil orientación espacial con un mando analógico. Nos da igual que el plataformeo no sea cómodo porque entendemos que es parte de meternos en el traje de Samus y la interfaz nos lo recuerda constantemente. Perdonamos las facilidades que otorga el gameplay porque estamos enfundados en una armadura precisamente diseñada para enfrentarse a estos entornos hostiles. Nos parece bien el “modo detective”porque estamos descodificando información con un programa de inteligencia, no haciendo arqueología. Aceptamos las distintas mejoras y herramientas porque la naturaleza de la cazarrecompensas y su relación con los Chozo resulta ambigua, y el juego hace porque así se mantenga a pesar de que secuelas y juegos posteriores diesen al traste con ello.

Percibimos Tallion IV como humanos, pero nos enfrentamos a él como máquinas. Desde abrir puertas a atacar los puntos débiles del enemigo, nuestra libertad está pautada hasta cierto punto atendiendo a la naturaleza artificial de Samus como ser vivo. Vemos este mundo desde unos ojos que no pertenecen del todo a nuestra forma de percibir la realidad, y esto queda claro cuando gracias a los efectos ambientales vemos reflejada la inerte mirada de Samus en el visor de su casco. La interfaz diegética de Dead Space ya era morrocotuda en sí misma y se la aplaude con razón, pero la de Metroid Prime llega a cotas más altas por cómo integra (y aleja) al jugador a la hora de experimentar el entorno.

Esto no excusa del todo las secciones en las que avanzamos resolviendo ejercicios de diseño ostensiblemente vago, las cuales son el obvio tendón de Aquiles del juego.

Por último, ensalzar su modo detective. El juego guarda tras este una enorme enciclopedia de cómo funcionan los entornos de este mundo, las criaturas que hay en él, la civilización que un día la habitó y los invasores que quieren explotar sus recursos naturales. Pero buena parte de esta información es accesoria e innecesaria para Samus, que si la recaba es para que exista una memoria de datos que la Federación (en este caso el jugador) pueda aprovechar. Para Aran la única utilidad irrenunciable del visor de información se halla en activar mecanismos, volviendo a recalcar su papel en este mundo.

En fin, juegarral.

2022

Hace dos semanas que acabé Tunic y desde entonces llevo dándole vueltas a cómo trasladar a palabras la fascinación que me produce. Supongo no hay mejor halago que la persistencia en mis pensamientos de sus misterios y los códigos que los ocultan.

Un canto al descubrimiento como este, con la fe que ello conlleva en la era de internet, me hacen pensar en Tunic como uno de los videojuegos más valientes de los últimos años. También es posible mirar al pasado sin condescendencia.

Más allá de simbolismo, recuerdos y paisajes holísticos que calan más o menos, de Promesa me fascina su uso de la luz. A ratos pasear o flotar o lo que sea por sus escenarios se siente como habitar un cuadro de un Sorolla uruguayo. Viendo cómo los rayos de luz bañan las fachadas de un patio interior o cómo un pasillo se torna lúgubre en un día de cielo encapotado, queda claro que estos lugares han sido vividos y habitados por quien los concibe. Haciendo sentir al jugador que, efectivamente, ha estado aquí alguna vez. Me gustan también su ritmo pausado, sonidos y detalles aquí y allá. Aunque no resonará conmigo de la forma en la que probablemente quisiese el autor, el paseo mereció la pena.

"Hay cientos, quizás miles de juegos como Nobody Saves the World ahí fuera. Action RPG inspirado en The Legend of Zelda enamorado de una sensación de progreso impostada donde siempre tienes objetivos que completar para dar sentido a su insulso loop jugable..."

Crítica completa: https://sanchezoide.medium.com/nada-salva-a-nobody-saves-the-world-97664dd812c7

La flora solo tomará el terreno que le pertenece cuando no estemos. Ergo la humanidad es el peor enemigo del mundo en el que habita. De acuerdo, pero esta idea subyace a casi toda obra postapocalíptica sin convertir sus escenarios en pilas de objetos que un humano jamás amontonaría con tal desorden. El juego funciona como metáfora y brilla por lo radical que es su propuesta, pero el cómo invita a la gestión espacial de plantas y trastos me hacen pensar en él como algo fallido.

Normalmente recelo de los videojuegos que introducen muchas mecánicas. Esta práctica se hizo usual en los juegos de acción y/o aventuras de finales de siglo XX y principios del XXI para tratar de aportar diversidad jugable. Pero lo normal es que acabase deparando en rupturas de ritmo o fases de juego muy superficiales. Es este enfoque el que convierte a Super Mario Oddyssey en el peor Mario en 3D. Igual de disperso que Sunshine, pero empeñado en un imperdonable hincapié en chorrocientas mecánicas con la profundidad de un charco.

Sin embargo, es justo esto lo que me gusta de It Takes Two. Dejando a un lado el cómo maneja la historia de la separación entre Cody y May, los personajes que manejamos, su planteamiento es valioso para que el jugador entienda que la pareja está por encima del individuo. No hay forma más obvia de vincular a dos personas que un/a hija/o en común, pues el lazo que los une cobra vida literalmente. Los protagonistas creen que el fin de su aventura es volver a su forma humana, pero los jugadores saben que el objetivo es reforzar un vínculo deteriorado y, por pueril que sea, funciona.

En aras de asentar esa sensación de cooperación proactiva It Takes Two entiende el juego como una vía rápida para la creación de dinámicas personales. Y para dotar a su esqueleto de ese jugueteo se viste de plataformas, pues hay pocos géneros que percibamos tan inmediatamente desde lo lúdico, y añade cientos de otras mecánicas alrededor. A ratos es Action RPG, shooter, juego de ritmo o de puzles, pero su base es el plataformeo en escenarios que se separan entre el curioseo en solitario y la competición y cooperación en pareja.

A Way Out, el otro juego cooperativo de Josef Fares, no sabía muy bien qué ser y así las fases en las que otorgaba libertad a cada uno de los dos jugadores y los minijuegos se sentían como un aparte de la historia. Un pasatiempo añadido con calzador. En It Takes Two, salirse del camino principal y acercarse a cada uno de los tropecientos minijuegos no es algo accesorio, sino parte esencial de nuestra relación con el otro. A partir de ahí, el juego puede sentirse más o menos inspirado a ratos, pero se permite intentar mil cosas gracias a que acierta de pleno en su enfoque inicial.

El cuadro que Fumito pintó con brocha gorda. Y aun así...